jueves, 28 de enero de 2016

El hogar de las Vírgenes y las Arrepentidas (artículo)

Abandonando París, el otro día, no esperaba terminar mis vacaciones en los Bajos Pirineos mediante una visita a las Vírgenes y Arrepentidas, y, hombre poco devoto, mucho menos esperaba encontrar allí una enseñanza de alto alcance filosófico y social.
En Biarritz habíamos explorado la Négresse, el Viejo Puerto, la Costa de los Vascos, la Barre, los vestigios del castillo de Ferragus, ese edificio del silgo XIII que defendía el puerto; desde lo alto de la Atalaya, había oído la furiosa y terrible canción del mar, sus gruñidos, el ”bouhum” de la Roca inclinada; habíamos descendido a la Cámara de amor. Finalmente, cuando regresábamos de la Villa Eugénia, hoy abandonada, desnuda, con su aspecto de cuartel vacío, su parque devastado y el tranvía a vapor aullando a los muertos del castillo imperial – sobre la ruta de Bayona, alguien dijo:
–¿Y el Refugio? ¿Y las Bernardinas?
–¡Bah!–respondí yo – ¡un convento, un convento de mujeres! No nos dejarán entrar, o solamente nos permitirán ver cosas muy conocidas y sin interés.
–En eso estás equivocado – declaró mi interlocutor.

Partimos a pie desde Bayona; seguimos las soleadas riveras del Adour. Entramos en las landas y el paisaje se tornó triste. Ya no más villas coquetas, ni mármoles rosas, ni frondosidades graciosas, ni escalinatas dentadas; ni españoles y mantillas, ni abanicos; – nada más que arena, niebla y, allá abajo, inmensas olas cantando la gloria de la creación.
Al llegar a la colonia religiosa, una hermana acudió a abrirnos y nos condujo ante la Superiora, la Madre María-Elisabeth. Es una hermosa mujer de apenas cuarenta años, muy recta, el rostro rosado y los labios sonrientes, los ojos inteligentes y atravesados de dulces brillos, de una infinita bondad. Se adivina en ella, bajo su toca blanca y bajo su vestido azul, a la generala de las sirvientas de María.
–Caballeros, – nos dijo– voy a rogar a una hermana que os acompañe.
No creo que muchos monasterios de mujeres reciban así las visitas de hombres; pero la madre Elisabeth se limitó a ejecutar las prescripciones del fundador de la orden, el abad Cestac, y he aquí precisamente la originalidad y la magnificencia de la obra:
«Mi casa, escribe el Sr. de Pesquidoux, según el dictado del propio abad Cestac, mi casa está abierta a todo el que llegue y a todo el que se va. Hombres, mujeres, cristianos, incrédulos, amigos, enemigos, todos tienen el derecho de acudir cada día, a cada hora; todos pueden mirar, quedarse, trabajar, irse y volver cuando les parezca.
» La libertad y la luz, tales son las dos bases esenciales de mi fundación…»
¿Entienden?... ¡La libertad y la luz!

Naturalmente, el abad Cestac informa de todo a su Dios, a la Virgen, a los Santos. El infierno de sus pruebas, de sus luchas y de sus dolores, las amenazas de prisión por una labor ordenada y no pagada, los insultos que recibió cuando se le incriminaba por mezclar jóvenes huérfanas con prostitutas, por corromper las blancas vírgenes al contacto de las negras ovejas, de fundar una abadía alegre de Télamo o, peor aún, una isla de Lesbos – todos esos oprobios y todas esas ignominias, el curita campesino, el gran revolucionario, las ha soportado con valentía, y su orgullo triunfal se exhala, una vez él muerto, en un hosanna, en un cántico de gracias eternas.
El Sr. de Pesquidoux y los sacerdotes que han dedicado biografías al abad Cestac, muestran al hombre de Dios y sus virtudes evangélicas; y yo, profano, me gustaría descubrir al filósofo y estudiar al apóstol social, al renovador humano.
La historia del monasterio de Anglé es bastante curiosa. La resumiré:
Una mañana, dos mujeres huidas de una casa de tolerancia fueron a golpear en la puerta del abad Cestac. ¿Qué hacer con esas fugitivas? ¿Dónde meterlas y como alimentarlas? Cestac ya había recibido visitas similares y dirigido a las visitantes hacia los Refugios de Montpellier, de Montauban y de Toulouse. Esos establecimientos desbordaban. Entonces, el sacerdote tuvo la idea de ocultar a las damas en su desván, el desván de las huérfanas.
Hay algo muy parecido en una de las obras maestras de mi ilustre amigo Guy de Maupassant, pero se trata de una prostituta que se venga de un oficial prusiano y que el cura acoge, no en el desván, sino en un campanario[1].
Pronto, a esas huérfanas y a esas prostitutas se unieron otras infelices. El sacerdote las llevó por el río: construyeron cabañas de paja y allí vivieron, trabajando las planicies estériles abandonadas por el hombre.

La hermana nos condujo y nos llevó por los cultivos. Esa tierra perdida entre el cielo y el agua, toda esa campiña bulle de arrepentidas, cavadoras, escardadoras, carreteras, segadoras, uniformemente vestidas de azul, con los pies desnudos en unas sandalias de cáñamo y cubiertas con un amplio sombrero de paja sobre sus tocas blancas; llevan un escapulario, una gran cruz de cobre. De vez en cuando, se arrodillan, besan el suelo, con el rostro cubierto por un velo blanco que protege sus ojos del astro de oro, esas formas humanas prosternadas se levantan con el azadón en las manos. Trabajan; son panaderas, ganaderas, carpinteras, zapateras; van por todas partes y se les reclama sus servicios: cuidan enfermos, instruyen a niños, asisten a los ancianos, velan y amortajan a los difuntos, igualmente prestas a todos los deberes del sacrificio y de la caridad.
Ahora, la vanguardia de las Arrepentidas, las Vírgenes Bernardinas salían de la capilla y desfilaban una a una, silenciosamente, en el declinar de la tarde. Estaban todas vestidas de blanco, con velo, y marcadas a lo largo de la grácil espalda con una enorme cruz oscura. Nosotros nos apartamos, y ellas ganaron sus celdas.
Vírgenes Bernardinas, forman el blanco del rebaño, no hablan nunca entre ellas, jamás hablan con nadie, aparte de sus confesores, y no frecuentan nunca a las Arrepentidas – y trabajan. Visitamos los almacenes. Allí se fabrica todo tipo de objetos, ajuares de novias, ornamentos de sacerdotes, además de vestidos, faldas, camisas, encajes, hasta las pellizas, capas, manteles para altar, incluso muñecas vestidas de Bernardinas (capuchón, vestido y manto de lana blanca, cuerda alrededor de los riñones, crucifijo, etc.); también colchones.
Aquí, como allá, en el campo de las prostitutas como en el claustro de las vírgenes, se da la oración, pero con el trabajo.

Cuando estudio a Darwin y El Origen de las especies, o a Herbert Spencer sobre sociología, siempre observo la constatación del mal y nunca percibo ni un atisbo para remediarlo. Entre nosotros, el Sr. Fouillée y el conde de Haussonville buscan dicho remedio; pero los unos y los otros, que aclaman o desaprueban la caridad, se detienen ante los medios de justicia reparativa y contractual.
Spencer, en su obra The Man versus the State, lejos de alentar y ayudar a los desdichados y a los débiles, según las doctrinas del abad Cestac, y lejos de lamentarlo, dice: «La pobreza de los incapaces, la torpeza de los imprudentes, la eliminación de los perezosos, y este empuje de los fuertes que arroja a un lado a los débiles, son los resultados necesarios de una ley general y bienhechora.» Luego concluye: «Si la multiplicación de los peor dotados estuviese favorecida y la de los mejor dotados en recesión, se produciría una degradación progresiva de la especie, y esta especie degenerada daría lugar a las especies con las que ella se encontraría en lucha o en competición.»
¡Hurra por la especie! ¡Viva Leopardi!

So che natura é sorda,
Che miserar non sa.
Che non del bel sollecita
Fu, ma dell esser solo.

«Sé que la naturaleza está sorda, que no conoce la piedad y que solo se preocupa, no de la felicidad, sino únicamente de la existencia.»
La especie está contenta, la naturaleza jubila, y el individuo sufre. ¿Es nuestra misión inmiscuirnos en los asuntos de la naturaleza y proteger a la especie contra el individuo, contra el género? ¿Quién nos obliga a ello y de qué nos sirve soñar con un mundo perfecto en el año 6000? Esta inmolación de los desheredados, esta imperiosa necesidad de anularlos, a fin de fortificar el «tipo» mediante sucesivas evoluciones, ¿tienen una fuente justa o incluso sentido común?
¿Y además, la hecatombe haría a la especie mejor y más feliz? Tengamos la imagen de un ideal humano – y no la tenemos – que nada pueda romper las leyes de armonía y de amor. La naturaleza quiere fuertes y débiles, y tiene en reserva esos elementos diversos cuyas causas ignoramos y cuyos efectos nos vemos impotentes en detener.
No tratemos de perfeccionar al hombre de los siglos futuros (destruyéndonos a nosotros mismos) y conformémonos con mejorar el destino del ser presente.
Desde luego, poseemos brillantes teorías sobre cuestiones económicas, y no encuentro estadísticos de primer orden que digan el número de indígenas de la Maub y la población nómada del Matelas Epatant. Se conocen de maravilla el total de los sufrimientos parisinos y extranjeros; se devora la lista de fallecimientos e inhumaciones, y nos faltan ocho suicidados en una misma noche para ponernos de pie y convencernos de que no todo va bien, bajo la tercera República, ni en otra parte.
El Emperador de Alemania, adivina el peligro; escucha el trueno; mira el cielo de las victorias enrojecer; escucha a la tierra temblar y se sume en serios problemas. ¿Dónde está el Parlamento francés con las reformas sociales, el estudio de las sociedades mutuas y cooperativas? El Parlamento parlotea y muere.
Hoy, son mujeres, Vírgenes y Arrepentidas quienes dan un ejemplo de la solidaridad. Los habitantes del Refugio presentan un cuadro restringido de un falansterio de Fourier. Pero, dirá usted, y usted tendrá razón, ¡si todas las mujeres actuasen de igual modo, el mundo pronto habría acabado! Estoy de acuerdo. ¿Qué impide entonces a nuestros dirigentes crear falansterios para los dos sexos? Hay en las Landas, en el Limousin, en Bretaña, en Argelia, terrenos sin cultivar. ¿Por qué no enviar a los obreros y obreras sin trabajo? La agricultura carece de mano de obra? ¡Pues hete aquí! ¿No sería eso mejor que expedir un día u otro a los comuneros a la Nouvelle?
En una sociedad libre, el único derecho del hombre y de la mujer, su derecho inmortal, es el derecho al trabajo y al alimento. Un sacerdote lo ha comprendido, un pequeño cura de campo que, mediante las puertas abiertas de su monasterio y mediante el pan ganado y asegurado, da una lección a nuestros filósofos y a nuestros socialistas.

Jean-Louis Dubut de Laforest.

Publicado en Le Figaro, el 11 de agosto de 1890
Traducción de José M. Ramos González.



[1] Se trata del cuento de Guy de Maupassant, Mademoiselle Fifi, publicado por primera vez en el Gil Blas, el 23 de marzo de 1882 bajo el pseudónimo de Maufrigneuse. (Nota del T.)