miércoles, 27 de enero de 2016

Lex (artículo)

Dentro de algunas semanas, la justicia francesa deberá instruir una de esas audacias femeninas que, por ser nuevas, no son menos revolucionarias.
He aquí los hechos en toda su brutalidad:
El Sr. y la Sra. X… han separado sus cuerpos y sus bienes por razones que resulta inútil recordar aquí. El juicio de separación se remonta a una decena de años. Habiendo nacido una niña de esta desdichada unión, el tribunal decidió que la custodia pertenecería indistintamente a ambos esposos. La chiquilla es internada en el Sagrado Corazón, donde recibe de vez en cuando, pero por supuesto nunca el mismo día, las visitas de su papá y su mamá. Los esposos viven en París. La madre se ha convertido en la amante de un importante personaje, y mientras el marido vive de su trabajo – el buen hombre es jefe de gabinete en un ministerio – la dama vive a todo tren.
Así las cosas, cuando ayer una criada se presentó en el domicilio del Sr. X… y le entregó una carta de la Sra. X… solicitando una entrevista por un asunto urgente.
El padre no ha visto a su hija desde hace varios días; los funcionarios del gabinete están un poco apurados durante las fiestas de Pascua… ¿Y si la chiquilla estuviese enferma?… No hay nada que dudar… Se concierta la cita para las cinco.
La entrevista tiene lugar en una habitación de un hotel: se ha elegido adrede un terreno neutral.
El Sr. X. espera en un salón. Un cupé se detiene en el patio del hotel y la Sra. X… se apea de él.
El pobre hombre está muy preocupado.
La dama entra con aire altivo, guantes tiroleses. Arroja un vistazo distraído sobre los viejos muebles del apartamento, y por fin se decide a hablar, mirando fijamente a su marido:
–Mire que pinta tiene, querido… Ya no se lleva el cuello almidonado… Y ese pantalón largo… Y ese chaleco… ¡Ah! querido, está usted ridículo…
El jefe de gabinete no se ha movido. Un solo grito sale de su pecho como un sordo estertor:
–¿Y Marie?... ¿Y mi hija?
–Estupendamente.
–Entonces, señora, ¿qué quiere de mí?
La Sra. X…, que hasta ese momento había hablado de pie, toma asiento en un sofá:
–Señor X, vengo a hablar de negocios con usted… El apartamento que ocupo en la calle Lafayette ya no me conviene… Me he decidido a venderlo para comprar un palacete en la avenida de los Campos Elíseos… Parece que es necesario su consentimiento.
–Me niego.
–Ya me lo esperaba, pero he tomado mis precauciones. En un instante mi notario y mi asesor estarán aquí y le explicarán…
–¿Se atreverá a confesarme la fuente de esa fortuna?
–Lo he ganado en la Bolsa.
–Entonces muéstreme los registros de las operaciones.
–Lo han hecho por mí, señor… Usted sabe muy bien que una mujer no puede jugar en la Bolsa sin la autorización de su marido.
–Señora, no firmaré.
–Ya lo veremos. Mientras esperamos, le advierto que si persiste en su negativa, pediré a la justicia la autorización que usted no acepta darme.

He aquí, al menos me parece, un guión para una obra que deja muy atrás las tramas de Odette y de la Fiammina. Aquí, un asunto matrimonial. Allá, una cuestión de honor; y como diría el Sr. Prudhomme que – según las recientes y profundamente precisas palabras de Coqueline hijo – hace participar al público enormemente: Cosa seria es el honor. Vea usted aquí a la mujer altanera, yendo a solicitar del marido una legítima consagración del empleo de un dinero que ella ha ganado no se sabe cómo, ¿o más bien se sabe demasiado?... Durante diez años, la dama ha vivido a su antojo, arrastrando un poco por todos los lodos el apellido de un hombre honrado, y cuando la dama ha recibido el premio por sus vergüenzas, al legislador le parece completamente natural que los jueces autoricen a la nueva condesa de Clermont a gestionar sus propiedades, en defecto del marido.
… Por fin, el notario y el asesor bursátil llegan. En vano tratan de hacer comprender al infortunado jefe de gabinete que se empecina inútilmente y que si no quiere dar su consentimiento, la justicia autorizará sin titubear.
–¿Usted tiene una hija? – dice el notario.
–Sería injusto privar a su hija de la fortuna de su madre – añade el asesor.
–Además, fíjese.
Y los dos hombres despliegan ante el Sr. X., el código civil abierto.
–Lea usted mismo.
El Sr. X… lee y la ley le condena. Se omitirá perfectamente su autorización.

Les ruego que observen que la ley que, en los artículos 1449 y 1450, salvaguarda de una manera maravillosa los intereses pecuniarios del marido, es tan muda como la hija de la historia en lo relativo a la moralidad del empleo y uso de bienes que puedan resultar ilegítima o deshonestamente adquiridos. En definitiva, el marido se niega a dar su consentimiento al empleo de un dinero cuyo origen adivina demasiado bien.
¿Qué va a pasar?
El Sr. X…, va a ser llevado ante los tribunales, y su esposa solicitará de los jueces la autorización que su marido no quiere concederle.
Siempre hablaremos bien de un hombre tan honorable como lo puede ser este; además, por mucho que el abogado de la Señora X… tenga la lengua desatada, el jefe de gabinete será muy bien tratado. Se le dirá que hubiese hecho mejor dejando enriquecer tranquilamente a su mujer y no encontrar nada dañino en que ella vendiese un pequeño apartamento para comprar uno más grande.

No quiero tomar partido aquí ni a favor ni en contra del divorcio; pero creo que hay cosas mejor que hacer que llevar al estrado a un marido que no quiere conceder su sanción a un acto que lo deshonra.
¿No sería más simple y más moral, en verdad, que la esposa que tiene esa pretensión, fuese libre de adquirir unos inmuebles sin  que, por eso, tenga necesidad de venir a humillar más esposo abandonado:
–He aquí el premio a mis faltas; sea amable: autoríceme a aprovecharme de ellas. Nadie sabrá nada; todo quedará en familia… ¿No quiere? ¡Pues bien! señor, se va a cubrir usted de ridículo… En cuanto a mí, poco me importa el escándalo…
Sí, más valdría. Se terminaría por permitir a la mujer vender, se salvaguardaría su fortuna primitiva y podría hacer calzas y calcetas con el dinero tristemente ganado fuera del hogar.

Pero las cosas no son así.
–¡Ah! a migo mío, tú no quieres ser Georges Dandin; tú crees en el honor y preferirías sin duda que tu hija estuviese sin un centavo que saberla rica gracias a su mala madre. Desde tu desgracia vivías discretamente en las sombras, trabajador infatigable, ahorrando para educar a tu hija y aportar la parte honorable que mitigaba algo la mancilla de la otra. Vamos a sacarte de tus sombras y mostrarte al gran  día.
–¡Ah! no quieres firmar; no te gusta que tu esposa ocupe un magnífico palacete en compañía de su amante… Sin duda todavía estás celoso… ¡Pobre diablo!... Tu mujer tendrá sus caballos, sus criados, su palacete, su palco en la Ópera y en el Teatro Francés; tu esposa jugará a la Bolsa; apostará en las hipódromos; y cuando haya tenido la suerte de ganar un poco más, vendrá con la frente alta a decirte:
–Aquí están querido, mis pequeños ahorros; voy a instalarme en un palacio soberbio, ¿quiere consentir? ¿No? ¡Muy bien! Lo ataco y como estoy en racha, usted va a perder.

Así pues, a algunos días de aquí, el estreno de este pequeño drama familiar.
Está usted bastante perplejo y encuentra al igual que yo, que la ley es humillante e inhumana.
Y mire usted, cuando esta mañana el Sr. X…, ha venido a contarme todo esto, con los ojos hinchados, me he sentido conmovido hasta lo más profundo de mi alma. Solo un consuelo en medio de la desbandada general: el encontrarme por aquí, por allá, un alma valiente y un corazón orgulloso. Pobre Sr. X…. Le costaba tan poco poner su firma al final del papel presentado por el notario. Todo estaba dicho: todo había acabado. Su mujer se convertía en propietario y usted, usted continuaría con su existencia de labor plena de coraje y abnegación.
Pero usted ha pensado en su hija. A Dios gracias, usted no cree en la herencia fatal. Usted se ha dicho que un día su hija se convertirá en una mujer decente y que si la terrible historia le fuese revelada, no le perdonaría su cobardía! Deje hacer  a la justicia lo que honorablemente ha rechazado hacer usted mismo.
Usted ha actuado bien, señor; usted ha hecho bien burlándose de las mofas que van a lloverle; es usted un hombre valiente, señor, y yo le estrecho las manos.

JEAN TOLBIAC
(pseudónimo de Jean-Louis Dubut de Laforest)
Le Figaro, 31 de mayo de 1882